Hoy me inquietan las personas que son perseguidas por su coherencia. Esta mañana, en clase, una alumna me decía que no entendía porqué Jesús había muerto, y hablando sobre el tema comentaba que ya no solo la de Jesús, si no que toda muerte es un absurdo, y que en ningún caso merece la pena dar la vida por nada ni nadie. Con quince años no es un pensamiento extraño, pero no deja de resultarme sugerente.
Es más, horas después leía una noticia que hablaba de que Pedro Casaldáliga, el obispo defensor de los indígenas brasileños, había tenido que huir por las amenazas de muerte que se han intensificado en los últimos meses.
¿Cristianismo es sinónimo de persecución? Puede que sí. Lo cierto es que Jesús murió por no callarse, Pedro Casaldáliga es perseguido por no callarse y miles de cristianos a lo largo de veinte siglos han vivido el mismo camino. La cuestión clave es la prioridad de los valores de la persona. Ni siquiera la vida se constituye en el cristianismo en un valor absoluto, a pesar de que muchos cristianos se afanen en defenderla por otras cuestiones como la condena del aborto y de la eutanasia. La vida no es un absoluto, no lo fue para Jesús. Por encima de ella estaba su obediencia al Padre, su coherencia por proclamar de palabra y de obra que el Reino de Dios estaba ya en el mundo y que había que trabajar para vivirlo, doblegando las situaciones de injusticia que masacraban a la mayoría de la sociedad.
Al final, hay pues un sentido mayor que la propia vida.
Como dice este obispo, místico, poeta y defensor de los más débiles:
Al final del camino te dirán:
¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada, abriré
mi corazón lleno de nombres.
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