Hoy me inquieta el comienzo en nuestra Iglesia del año de la fe, cuya inauguración oficial es el próximo jueves, 11 de octubre. Y me inquieta porque cuando nos acercamos al concepto de fe, la diversidad es tan grande que da la sensación de que hablamos de términos muy diferentes. Hay quien entiende la fe como la creencia en dogmas, verdades, divinidades... Otros resaltan más el aspecto social de la fe, afirmándose por lo que hacen y minusvalorando lo doctrinal... Otros, por su lado, aprovechan para dejar absolutamente al margen, la racionalidad humana y hablan de obediencia absoluta a lo desconocido (con lo que lleva de fundamentalismo)
Hace tiempo leí una definición que me pareció muy acertada: La fe es la adhesión personal a una creencia que se convierte en el centro de la existencia y que configura el pensamiento y la acción de toda ella.
En el mundo, cuatro de cada cinco personas se definen creyentes en alguna religión del mundo. De ellas, aproximadamente la mitad son cristianos. ¿Cómo afecta nuestra fe a un mundo cada vez más egoísta e injusto? ¿Sirve tan poco la fe que no es capaz de mejorar nuestro planeta? Muy al contrario, ¿no es en gran parte causante esa fe de injusticias, guerras, terrorismo, marginación...?
Jesús de Nazaret dedicó su vida a predicar la llegada del Reino de Dios, un lugar, o mejor, una forma de vida, en la que Dios sea lo más importante, el rey, con lo que acarrea de relaciones entre las personas...
Se supone que los cristianos somos seguidores suyos, pero la realidad no nos confirma como tales. ¿Qué es entonces tener fe? La verdad: me pierdo ante tanta ambigüedad que no lleva a ningún sitio.
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