
Los detalles enriquecen nuestra lectura: para Jesús es un padre el que pide a sus hijos que trabajen en su viña (podría ser un empresario, como en la parábola del domingo pasado, o un rey, o un capataz…), y se lo pide con un apelativo cariñoso («hijo») después de haberse «acercado» a ellos. Dios es así también para nosotros. Su llamada (nuestra vocación) no es una carga, sino un ruego lleno de afecto de un Dios que, antes, se acerca a nosotros, se muestra cotidiano, familiar.
Ninguno de los hijos es perfecto; Jesús sabe que nuestra vida está llena de claroscuros, de momentos en los que nuestro ánimo no responde a nuestras fuerzas, o nuestras palabras a nuestras decisiones. Así somos nosotros, y así son los dos hermanos de la parábola, pero hay una gran diferencia: hay uno que es capaz de recapacitar, de entrar en sí mismo, de arrepentirse y cambiar.
Jesús, al final, aplica la parábola ante los líderes del pueblo que le escuchaban; dice que las prostitutas y los recaudadores de impuestos iban por delante de ellos en el camino hacia Dios. Tampoco dice que el camino sea fácil para nadie, todos tenemos que caminar con nuestro esfuerzo, pero la primera actitud es la de sentirse necesitado, la de desear una vida más plena y mejor. Los líderes judíos vivían una situación muy tensa con la dominación de los romanos, y tenían el encargo de que no hubiese problemas, de que cada uno siguiese en su sitio sin moverse (los ricos en sus palacios, los pobres en sus miserias, los romanos oprimiéndolos a todos). Para ellos nada debía cambiar. Quizá a nosotros, que vivimos tiempos muy distintos, también nos moleste de otra manera que Dios quiera remover nuestras conciencias, quiera despertarnos, exigirnos una vida más auténtica. Quizá, ante ese peligro, nuestra respuesta más fácil sea decirle, «sí, Señor, lo que tú quieras», y quedarnos tranquilamente en el sillón.
Fuente: Bibliayvida.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario